Comentario
En comparación con el aristocracia del Antiguo Régimen, la alta aristocracia pierde su papel dominante, si bien sigue teniendo enorme peso e influencia.
Numéricamente, la nobleza de todo tipo comienza su descenso desde el siglo XVIII. La mayoría eran miembros de la pequeña nobleza (la hidalguía). Si se mantiene durante toda la Edad Moderna es gracias a los privilegios, especialmente fiscales que ahora van a desaparecer y por ello su existencia deja de tener razón de ser. Los escudos nobiliarios permanecieron a las puertas de las casas por inercia, prestigio, recuerdo y estética.
Antes de adentrarnos en los diversos grupos sociales es conveniente un comentario sobre la hidalguía, una parte de la población que distorsiona toda clasificación social de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Cerca de 500.000 individuos, en los censos de finales del siglo XVIII, que, sumados a sus dependientes, estarían próximos a los dos millones de personas, lo que constituye más del 13% de los españoles. El gran problema es la comparación de estos censos con los del siglo XIX en los que no se recogen los hidalgos como tales sino por sus respectivos trabajos.
Aparte de otras consideraciones, la hidalguía, a efectos prácticos, tenía su importancia en orden a la exención del pago de tributos, del alistamiento forzoso de las milicias y de la obligación de alojar en sus casas a las tropas. El interés de probar la hidalguía con estos fines fue el más frecuente en la época moderna, como bien atestiguan los miles de pleitos que se conservan en la correspondiente sección del Archivo de la Real Chancillería de Valladolid. Cuando estas exenciones dejaron de estar en vigor, de manera general, la hidalguía pasó a ser un recuerdo, sólo presente quizás en algunas actitudes y comportamientos tan difusos que difícilmente se pueden generalizar y comprobar.
La inmensa mayoría de los hidalgos se encontraban en la zona central de España al norte del Duero. Su localización corresponde a las actuales provincias marítimas, desde Asturias a Guipúzcoa y las de León, Palencia, Burgos, Álava, Navarra, Soria y Rioja. Aunque en todas ellas los hidalgos se contaban por decenas de miles, su proporción con respecto al conjunto de la población no era homogénea. Según los censos de la segunda mitad del siglo XVIII, al Norte de la Cordillera Cantábrica eran hidalgos más de la mitad de sus habitantes con porcentajes máximos de Asturias y La Montaña, en donde llegaban al 70 y 90% respectivamente (Censo de Aranda). En Vizcaya y Guipúzcoa, la hidalguía, al menos teóricamente, tenía carácter general. Las provincias limítrofes eran zonas de transición: León, Burgos, Álava y La Rioja (con un porcentaje entre el 40 y el 18%), Navarra, Palencia (en parte pertenecía a la antigua provincia de Toro) y Soria (entre el 5 y 10%). En la zona del Alto Aragón, donde abundaban los ricos-hombres, barones, infanzones y mesnaderos (asimilables a los hidalgos castellanos) la situación era análoga a la de estas provincias de transición. A medida que se avanza hacia el oeste por Galicia, al sur por la línea del Duero y al este hacia el antiguo Reino de Aragón, decrece drásticamente la proporción de hidalgos. En Galicia, según el Censo de 1787, apenas sobrepasaban el uno por ciento.
En las tierras del antiguo reino de Castilla, al sur del Duero, así como en la mayoría de Aragón, Cataluña, Levante y los Archipiélagos balear y canario el número de hidalgos se hace menor, con porcentajes que no suelen llegar al uno por ciento.
La situación socioprofesional de los hidalgos era muy semejante en la España cantábrica y pirenaica, desde Asturias hasta la zona norte de Aragón: ejercían todo tipo de trabajos y oficios en proporción no muy diferente al resto de los habitantes. Sin embargo, al sur del Duero los nobles eran pocos. Los hidalgos, aunque con una situación diferente al norte de España, frecuentemente aparecen clasificados en los más variados oficios o dedicaciones. Entre los censados como nobles abundaban los titulados y solían ser terratenientes cuyas propiedades les proporcionaban rentas normalmente más que suficientes para mantener su situación social sin recurrir al trabajo.
La alta nobleza titulada, singularmente la grandeza, está constituida por un pequeño número de familias situadas más bien en Castilla y Andalucía. El Censo de 1797 especifica concretamente 1.323 familias nobles tituladas que he considerado como rentistas propietarios: No están todos los que son, pero son todos los que están.
Sería un error pensar que esta nobleza titulada ha desaparecido, como ocurrió en Francia. En España, como en el sur de Italia, se adaptan a las nuevas circunstancias: Todo debe cambiar para que nada cambie, en expresión del protagonista de El Gatopardo de Lampedusa. Muchos se pondrán a la cabeza del liberalismo, al menos de cierto liberalismo, y otros se aprovecharán del liberalismo. Concretamente, en España muchos nobles van a entrar en el mercado de las tierras después de la desvinculación señorial, fenómeno que prácticamente está por estudiar, y además comprarán fincas rústicas y urbanas procedentes de la desamortización. En ocasiones, como la casa de Alba, estas compras se van a realizar en condiciones excepcionalmente ventajosas y, probablemente, de manera ilegal (algunas tierras les serán adjudicadas al precio de tasación sin subasta previa) con respecto al resto de los españoles.
La nobleza, en cuanto elite terrateniente, salió relativamente bien parada de la revolución liberal si la comparamos con otros países. Perdió los ingresos derivados de sus derechos jurisdiccionales pero se les compensó con títulos de la Deuda. Según cálculos de Angel Bahamonde, el nominal de estos títulos se vería reducido a unos 150 millones de reales si éstos se hubieran vendido en bolsa pero, como acabamos de ver, una parte que utilizaron para comprar tierras desamortizadas por lo que mantuvieron todo su valor. Varias casas nobiliarias importantes, las de Alba o Medinaceli, por ejemplo, no sólo acrecentaron su patrimonio rural sino que, a comienzos del siglo XX, invirtieron más activamente, como el propio Rey, en empresas industriales y de servicios, si bien en los años centrales del siglo XIX sus fortunas seguían consistiendo en bienes inmuebles (rurales y urbanos) sin que apenas invirtiesen en industria.
Algunos miembros de la nobleza perdieron buena parte de sus propiedades. Los nobles con tierras en Valencia y Alicante, con arrendamientos enfitéuticos, no pudieron transformar los señoríos en propiedad privada y los arrendatarios acabaron convirtiéndose en propietarios plenos. Como ha observado Antonio Fernández (1986), las dificultades de la Guerra de Independencia trastornaron el mercado, lo que provocó el impago de las rentas y generó en el campesinado el hábito de no satisfacerlas. Los pleitos entre nobles y campesinos se entrecruzan con los pleitos entre los herederos, al desaparecer las vinculaciones y mayorazgos. Varias familias se adaptaron mal a la nueva economía liberal. En vez de crear nuevas riquezas siguieron gastando como si tuvieran las mismas rentas y derechos que en el Antiguo Régimen. Acabaron encontrándose con más gastos que ingresos lo que supuso un endeudamiento que sólo pudieron superar vendiendo sus propiedades, a menudo a sus antiguos administradores -quienes habían actuado de prestamistas-. Este fue el caso de los duques de Medina-Sidonia o los de Osuna. Ambos ducados enajenaron la gran mayoría de sus miles y miles de hectáreas a lo largo del siglo XIX. En los años cuarenta del siglo pasado ambas casas nobiliarias todavía se encuentran entre los mayores receptores de rentas agrarias del país. Cuando se hicieron los inventarios para llevar a cabo la Reforma Agraria en la II República, sus posesiones apenas llegaban a mil hectáreas cada uno. Otros nobles menores, como los marquesados de Montilla, Dos Hermanas, Castellón, Astorga o el Conde-Duque de Benavente siguieron una suerte parecida.
Otro signo de las dificultades económicas -como destaca Shubert- fue la venta de palacios de Madrid. Hubo al menos 37 ventas de este tipo. La baja nobleza regresó a menudo a sus palacios en provincias y vivió en Madrid de alquiler. Los demás buscaron en Madrid casas nuevas que fueran a la vez prestigiosas y más económicas y las encontraron en el barrio de Salamanca.
Los casos anteriores fueron frecuentes pero no se pueden generalizar. Otras casas nobiliarias van a aumentar su potencial económico y, desde luego, a mantener una no desdeñable influencia social y política. Aun con dificultades en algunos momentos, se enriquecen a través de los mecanismos del mercado y con los restos de antiguos privilegios (siguen manteniendo una representación institucional en el Senado, una considerable presencia en el Congreso y el casi monopolio de ciertos cargos públicos como los diplomáticos y las funciones cortesanas). Todo ello sin contar con la tradicional acumulación de fortunas, por matrimonios nobiliarios, a los que ahora se van a añadir los concertados con la nueva clase alta: la burguesía de los negocios. La Casa de Medinaceli tenía a comienzos del reinado de Isabel II un patrimonio de unos 80 millones de reales que proporcionaban rentas anuales por más de tres millones. Tras los pleitos de los herederos la casa tuvo dificultades y enajenó parte de su patrimonio por lo menos hasta 1860. También la casa de Alba tuvo problemas financieros para mantener el tren de vida que deseaban hasta que el enlace matrimonial con los Montijo les permitió sanear su hacienda.
Unos, por naturaleza, y otros, por imitación, van a mantener el estilo de vida nobiliario que se traduce en ostentación, lujo y unas relaciones sociales intensas y de ámbito cerrado.
Prueba de que la aristocracia mantenía un gran prestigio social fue el hecho de que la monarquía siguió premiando con títulos a los militares que combatieron en las guerras carlistas, americanas o -más tardíamente- marroquíes, así como a personas relevantes de la política, las finanzas, la industria o a cortesanos y parientes de la familia real. En el reinado de Isabel II se concedieron 401 títulos. Es la nueva nobleza vinculada frecuentemente a la burguesía de los negocios.